Tampoco le gustaba la guerra, y se la declaraba todas las mañanas a sí misma. Ni los mentirosos, y no dejaba de engañarse. Mucho menos escuchar la misma canción cien veces seguidas, y aquella tarde llegó a la ciento uno. No aguantaba esperar el cambio de color del semáforo, y llevaba media hora allí plantada, sin saber si cruzar o quedarse. Si enamorarse o engañarse. Si ganas su propia batalla o declararse la guerra una vez más.
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